¿Tijera o garrancho?. Esta pregunta marca el paso de la infancia a la adolescencia en La Mancha. La vendimia dejar de ser ese juego de niños que durante el finde se suben al remolque a pisar las uvas y acompañan al tractorista a la cooperativa. Y la liturgia cambia. De un día para otro puedes beber vino en el almuerzo, comer caldillo en el perol y descubrir ese "no-se-qué..." en la hija del capataz. Todo adquiere un nuevo significado; la codiciada rueda trasera del tractor en el cigarro de las 12, la sombra de un remolque, la siesta debajo de una acacia, la versión higiénica de una pámpana, el olor a mosto y ese silencio con moscas.
Y un caluroso 24 de septiembre, a las 16:05h, con el termómetro rozando los 38 grados y el viento de vacaciones en Tarifa, entiendes claramente por qué en medio de una finca de 40 fanegas todos somos iguales. Con la diferencia de que aquellas 8 mujeres búlgaras con las que compartí cuadrilla durante varios años utilizaban el jornal para alimentar y calentar a sus hijos durante el duro invierno en los barrios periféricos de Sofía y yo me lo gastaba en Ron con Coca Cola y libros en La Latina. El sonido del sudor al caer sobre las pámpanas secas te imprime para siempre cuarto y mitad de humildad y una dosis extra de empatía y respeto por los hombres y mujeres que se desplazan miles de kilómetros para trabajar en nuestro campo.
Aprendes que los malos no son tan malos; que los gusanos oxigenan y fertilizan la tierra y las arañas la esponjan. Y que de esa manera la raíz de la cepa se expande, la viña se fortalece y su uva mejora. "Para conocer la verdad tienes que pisar la tierra, no te dejes influir por las opiniones de intermediarios", me aconsejó un viejo viticultor manchego a la hora de sopesar la compra de un viñedo.
Hay veces que pienso que las manchas de vino y mosto son de las más difíciles de quitar porque los recuerdos de las vendimias son imposibles de borrar. Somos lo que vendimiamos, se podría decir de aquellas generaciones de "niños grandes" manchegos que durante la década de los 90 se iniciaron en las duras tareas del agro con apenas 13 años. Estoy seguro de que cada uno, en su pequeño ámbito de actuación, contribuye de forma decisiva a que la normalidad sea un valor en alza para garantizar la convivencia. Hace tiempo que comprendimos que no éramos especiales. Quizá, en el contexto actual, hay una parte de nuestra sociedad a la que le faltan unas cuantas vendimias.
PD: Sí, el niño de la foto soy yo con 7-8 años en medio del viñedo más grande del planeta, La Mancha.
¿Tijera o garrancho?. Esta pregunta marca el paso de la infancia a la adolescencia en La Mancha. La vendimia dejar de ser ese juego de niños que durante el finde se suben al remolque a pisar las uvas y acompañan al tractorista a la cooperativa. Y la liturgia cambia. De un día para otro puedes beber vino en el almuerzo, comer caldillo en el perol y descubrir ese "no-se-qué..." en la hija del capataz. Todo adquiere un nuevo significado; la codiciada rueda trasera del tractor en el cigarro de las 12, la sombra de un remolque, la siesta debajo de una acacia, la versión higiénica de una pámpana, el olor a mosto y ese silencio con moscas.
Y un caluroso 24 de septiembre, a las 16:05h, con el termómetro rozando los 38 grados y el viento de vacaciones en Tarifa, entiendes claramente por qué en medio de una finca de 40 fanegas todos somos iguales. Con la diferencia de que aquellas 8 mujeres búlgaras con las que compartí cuadrilla durante varios años utilizaban el jornal para alimentar y calentar a sus hijos durante el duro invierno en los barrios periféricos de Sofía y yo me lo gastaba en Ron con Coca Cola y libros en La Latina. El sonido del sudor al caer sobre las pámpanas secas te imprime para siempre cuarto y mitad de humildad y una dosis extra de empatía y respeto por los hombres y mujeres que se desplazan miles de kilómetros para trabajar en nuestro campo.
Aprendes que los malos no son tan malos; que los gusanos oxigenan y fertilizan la tierra y las arañas la esponjan. Y que de esa manera la raíz de la cepa se expande, la viña se fortalece y su uva mejora. "Para conocer la verdad tienes que pisar la tierra, no te dejes influir por las opiniones de intermediarios", me aconsejó un viejo viticultor manchego a la hora de sopesar la compra de un viñedo.
Hay veces que pienso que las manchas de vino y mosto son de las más difíciles de quitar porque los recuerdos de las vendimias son imposibles de borrar. Somos lo que vendimiamos, se podría decir de aquellas generaciones de "niños grandes" manchegos que durante la década de los 90 se iniciaron en las duras tareas del agro con apenas 13 años. Estoy seguro de que cada uno, en su pequeño ámbito de actuación, contribuye de forma decisiva a que la normalidad sea un valor en alza para garantizar la convivencia. Hace tiempo que comprendimos que no éramos especiales. Quizá, en el contexto actual, hay una parte de nuestra sociedad a la que le faltan unas cuantas vendimias.
PD: Sí, el niño de la foto soy yo con 7-8 años en medio del viñedo más grande del planeta, La Mancha.